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En un futuro distópico, la sociedad se regía por un sistema donde las emociones se habían vuelto una mercancía. En este mundo, Emma y Lucas se conocieron en el bullicioso mercado de sentimientos, un lugar donde risas, abrazos y lágrimas se intercambiaban como monedas de valor fluctuante.
Emma, con sus ojos llenos de vida, poseía una risa que iluminaba hasta el rincón más oscuro del mercado. Lucas, en cambio, era el dueño de abrazos que ofrecían consuelo en tiempos difíciles. Ambos se encontraron en medio de este tumulto de emociones y, en un instante, compartieron un lazo especial.
Su amor floreció entre risas y abrazos que parecían eternos. Pero el mercado implacable tenía sus reglas, y pronto descubrieron que, una vez intercambiadas, las emociones perdían su valor original. La risa se volvió cotidiana, los abrazos predecibles, y la chispa inicial se desvaneció en la rutina.
En un intento desesperado por reavivar la llama, Emma y Lucas exploraron otros mercados, buscando emociones frescas. Sin embargo, el desencanto les perseguía como una sombra. La conexión auténtica que habían compartido parecía esfumarse entre transacciones comerciales.
Finalmente, en un acto de valentía, decidieron separarse. Cada uno llevó consigo el peso de un amor que había perdido su brillo original. Su historia se volvió un eco en la sociedad, un recordatorio de que, incluso en un mundo donde las emociones son mercancía, la verdadera conexión va más allá de las transacciones superficiales.
En su despedida, Emma y Lucas dejaron un rastro de esperanza. Descubrieron que las emociones más valiosas son aquellas que no pueden ser compradas ni vendidas, sino experimentadas en su forma más auténtica. En un mundo donde la autenticidad se desvanecía, su historia resonó como un recordatorio de que el amor verdadero no puede ser contenido en simples intercambios comerciales.