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En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía una niña llamada Valeria. Cada mañana, Valeria se despertaba temprano para recoger flores silvestres en el bosque cercano. Le gustaba la tranquilidad del amanecer y la compañía de los pájaros que cantaban alegres.
Un día, mientras exploraba un sendero nuevo, Valeria encontró una cueva oculta detrás de un espeso matorral. La curiosidad la llevó a adentrarse en la oscuridad, y al fondo de la cueva, descubrió un pequeño estanque con agua cristalina. En el centro del estanque, brillaba una piedra azul que irradiaba una luz suave y cálida.
Valeria tomó la piedra con cuidado y, en cuanto lo hizo, una figura apareció ante ella. Era un anciano de aspecto sabio y bondadoso. Le explicó que la piedra era mágica y que concedía un deseo a quien la encontrara. Valeria, sorprendida pero emocionada, pensó en su familia y en su pueblo.
“Deseo que mi pueblo sea siempre próspero y feliz”, dijo Valeria con firmeza.
El anciano sonrió y, con un gesto de su mano, la piedra comenzó a brillar intensamente. La luz envolvió a Valeria, y de repente, se encontró de vuelta en el sendero, con la piedra desaparecida.
Al regresar al pueblo, Valeria notó algo diferente. Las flores parecían más vibrantes, los árboles más verdes y los rostros de los habitantes más alegres. Con el tiempo, el pueblo se convirtió en un lugar de prosperidad y felicidad, y la historia de Valeria y la piedra mágica se convirtió en leyenda.
Y así, cada vez que alguien en el pueblo encontraba un momento de paz y alegría, recordaban a la valiente niña que un día hizo un deseo por todos ellos.