Mariana nunca planeó ser “la otra”. Su vida estaba ordenada, soltera, sin mayores complicaciones emocionales. Era una mujer de principios, criada con un fuerte sentido de lo correcto y lo incorrecto. Pero cuando conoció a Alejandro, todo ese orden se desmoronó como un castillo de naipes.
Alejandro llevaba una relación de diez años con su esposa, una mujer a la que Mariana nunca había visto, pero cuya presencia se sentía en cada mirada, cada caricia furtiva, cada encuentro a escondidas. Al principio, la culpa la corroía. Sabía que lo que hacía estaba mal, pero Alejandro la convencía con palabras dulces y promesas susurradas al oído. “Esto es mi responsabilidad”, le decía, haciéndola sentir que no había nada de qué preocuparse.
Así, Mariana se dejó llevar por la historia de amor secreta, creyéndose el centro del universo de Alejandro. Sentía que, aunque su amor estuviera oculto, era más verdadero y profundo que cualquier otro. Pero un día, mientras caminaba por el parque, los vio juntos. Alejandro y su esposa, riendo y tomados de la mano, proyectaban una imagen de amor y complicidad que la dejó destrozada. En ese instante, Mariana se dio cuenta de que no era el todo para él, de que siempre sería una pieza secundaria en su vida.
La culpa y el desasosiego volvieron a apoderarse de ella. La montaña rusa emocional la llevó desde la euforia de los momentos robados hasta el abismo del desprecio por sí misma. Sentía que…